Diagnóstico. El riesgo de etiquetar
El tema abordado en este artículo nos lleva a seguir pensando, cuestionando y reformulando aspectos que están relacionados con nuestra práctica. La idea que me ha impulsado a elegir esta problemática está vinculada, no solamente a las demandas que encontramos frecuentemente en la clínica, sino también a poder pensar cómo posicionarnos con respecto al marco teórico y a las prácticas analíticas en la actualidad.
Para ello, intentamos entender en una perspectiva diacrónica, como inciden estructuras sociales de poder en nuestra práctica.
A lo largo de la historia de la humanidad la enfermedad, el dolor y la muerte han ocupado un lugar preponderante, esencial.
El médico, el brujo, el chamán, el curandero, el físico, el sacerdote, eran tantas formas de llamar a aquel que curaba y que ocupaba un lugar de poder. Había un respeto por el saber y por el poder, él era quien curaba. También le otorgaba prestigio. Por este motivo, esta figura era cercana a los círculos de poder.
En la antigüedad no estaban delimitadas, como en la actualidad, las diferentes disciplinas y en el seno de cada una, las sub-especialidades. Esa tarea de clasificación, si bien es muy antigua, cobró mayor importancia en los últimos 200 años.
En todo caso, el concepto de enfermedad, de acuerdo al pensamiento clásico, implica un cambio, un desequilibrio, que podría deberse a distintas causas. En el caso de una enfermedad que podríamos pensar como “orgánica” sería planteado como un agente exterior que produce un desequilibrio. En cuanto a las causas internas, las explicaciones son un poco más complejas.
En la antigüedad se podían atribuir a cuestiones más esotéricas: enfado de los dioses, por ejemplo.
Más allá de las especulaciones teóricas que podemos hacer para entender el desarrollo diacrónico del concepto de enfermedad, vemos que al enfermo, más específicamente al enfermo mental, se lo aísla. Se lo separa del resto de la sociedad y podríamos pensar que esta política responde a dos razones: para que no contagie o para que no moleste.
En la “Historia de la locura en la época clásica” partiendo de la Edad Media, Michel Foucault nos señala que el problema de esa época era la lepra. Desde la alta Edad Media hasta las cruzadas los leprosarios se multiplican. El flagelo que seguirá es el de las enfermedades venéreas, a las que también se tratará con una mirada moral religiosa. Pero a los locos se los deja en libertad hasta la llegada de la institución asilar: los manicomios. Encerrando al enfermo mental había un problema menos: el loco no molestaba.
En la segunda mitad del siglo XIX se producen grandes cambios en la ciencia y en la tecnología. En ese contexto, el padecimiento psíquico, también empieza a ser objeto de investigación.
La ciencia plantea como paradigma la observación y la experimentación. Así, podrá hacer pronósticos y cambios. De esta manera, podríamos entender la función diagnóstica, que necesariamente implicará una observación. Surgen la psicología experimental, de la mano de Wundt y el conductismo, de la mano de Watson.
En ese contexto, en Europa, Sigmund Freud con el psicoanálisis, cuestiona ese abordaje clínico. El psicoanálisis propone cambiar de una clínica de la mirada a una clínica de la escucha.
No contempla solamente un cuerpo teórico, también propone un método clínico.
Las clasificaciones y las categorizaciones son herramientas metodológicas para organizar la observación. Pero también forman parte de lo que podríamos llamar una clínica nominalista, algo que está cerca del etiquetamiento.
Freud, no escapa a los paradigmas de su época, pero los cuestiona y los reformula. No olvidemos que Freud era médico neurólogo. Evidentemente también había una posición con respecto al concepto de salud o, como podemos leer en numerosas ocasiones, el concepto de lo “normal”. Es decir, aquello que está dentro de la norma.
De acuerdo a criterios fijados por organismos internacionales (OMS, por ejemplo) el concepto de salud incluye la ausencia de enfermedad pero también comprende el concepto de “bienestar”. En este punto podemos pensar algo vinculado a la salud, ya que el psicoanálisis de lo que trata es del malestar. De eso que hace ruido, de lo que, como dice Lacan, aquello que “cloche” -ce qui cloche-.
Los pilares de una práctica psicoanalítica son la formación psicoanalítica, el análisis personal y la supervisión. Una característica que distingue al psicoanálisis de otras corrientes teóricas es que es una de las pocas que cuestiona y reformula constantemente el marco teórico y la práctica. Más allá de la abundancia de publicaciones, congresos, coloquios que ha habido a lo largo de sus más de 100 años de existencia.
En ese marco teórico, también existe un criterio diagnóstico y una propuesta nosográfica. Pero la nosografía psicoanalítica no tiene la misma función que la que propone la medicina, o más específicamente la psiquiatría.
La psiquiatría y también muchas corrientes de la psicología tienen como referente un manual, que todos conocemos, el DSM V. Pero no es el único. La OMS también ha confeccionado una guía de referencia para la clasificación y descripción de… ¿las enfermedades? ¿los trastornos?
Este último término, es el que está destinado a nombrar entidades nosológicas de difícil clasificación. Trastornos, espectros, síndromes, todos ellos términos utilizados para dar consistencia a “estados”, podríamos llamar, que escapan al criterio de normalidad.
En este contexto, ocupa un lugar de preferencia el concepto de ansiedad, creándose también un trastorno específico: el trastorno de ansiedad generalizada.
Evidentemente, para la depresión se han creado los antidepresivos así como para la ansiedad los ansiolíticos. Y para las psicosis: los antipsicóticos. La industria farmacéutica sigue generando dividendos.
En medio de un exceso de información, manejada esencialmente por grupos de poder, y un fácil acceso a la información, aquel que acude a un analista (la mayoría de las veces sin saber que se trata de un psicoanalista) viene con una demanda: dígame que tengo. Nos sucede a menudo demandas de diagnóstico e incluso de pronóstico: preguntan básicamente cuánto tiempo durará el tratamiento. Este tipo de demandas/preguntas tienden por un lado, a legitimar la autoridad de analista -si me contesta es porque es alguien que sabe- y por el otro, a tranquilizar al consultante: si me dice qué tengo, me quedo tranquilo, ya sé cuál es mi “enfermedad”.
Pero no nos interesa solamente lo que pueda venir desde aquel que acude a una consulta. También el riesgo que corremos en hacer prevalecer determinadas categorías que surgen de la teoría, a los casos prácticos. En numerosas ocasiones, nos ajustamos a modelos teóricos o a suposiciones generalizadas. Un ejemplo evidente es que cada vez que tenemos una primera entrevista suponemos que se trata de una neurosis. La idea no es deconstruir un cuadro nosográfico o cuestionar una estructura subjetiva. Tal vez, de lo que se trata es de no hacer encajar con un modelo teórico una subjetividad, un caso particular. En todo caso, podríamos pensar en un diagnóstico estructural para saber cómo intervenir en la dirección de la cura.
Muchas veces, en medios psicoanalíticos, repetimos frases de Freud o de Lacan. Frases que resultan complejas y de difícil comprensión que cada uno interpreta según su lectura. Una de ellas, de Lacan, es: “desconfíen de lo que entienden”. Tal vez de eso se trate, que nuestra práctica no se transforme en comprobaciones teóricas.