Los Intocables

Artículo publicado en la revista “Arg Express” del mes de diciembre de 2009

Cuando yo era chico, en la década del 60, también estaban de moda las series en la televisión.  La mayoría eran norteamericanas –como ahora- y, en contadas ocasiones teníamos el privilegio de ver una serie europea.  Felizmente “Los Vengadores”, serie inglesa, con la estupenda Sra. Emma Peel –Diana Rigg-, llegó a nuestras pantallas (en blanco y negro, claro).
Pero Estados Unidos –como ahora- era el punto de referencia.  Recuerdo que había una serie de “criminales de carrera que forman parte de una organización” –lamentablemente en castellano no existe un equivalente a la palabra “gangster”, pero el concepto seguramente lo comprendemos perfectamente-; que se llamaba “Los Intocables”.  Claro, pero yo era muy pequeño y no me divertía mucho ese tipo de serie.  Me entretenía con la serie que tuvimos la suerte de ver los que nos hemos criado del otro lado del Atlántico: “Los tres chiflados”. En España… he intentado averiguar si alguien conocía esa serie aquí y nadie la ha visto.  

Si nos ponemos a analizar lo que sucedía en esas series, podríamos llegar a pensar que los guionistas y los realizadores de la época eran más románticos e idealistas que los de ahora.  Rara vez veíamos hechos de corrupción en las series… aunque con la aparición de los superhéroes clásicos (Batman, Superman, etc.) ya estábamos presenciando actividades que tenían lugar fuera del marco legal… por izquierda, digamos.  Y como si eso fuera poco, algunos lo hacían mediante recursos sobrenaturales… en ese sentido me quedo con Popeye, al menos lograba una fuerza gigantesca comiendo espinacas –era el argumento preferido de mi abuela para hacérmelas comer-.
Pero más allá de manejarse al margen de lo legal, el Batman de los 60 era un bebé de pecho comparado al de los 2000.  Aquel Adam West lo único que lograba era chichones que sonaban a pum bim uau u ouch.  El último de los actuales… es bastante cuestionable desde el punto de vista ético.  Sobre todo teniendo en cuenta que decide asumir el “coste político” para que las instituciones mantengan credibilidad –cuando en el fondo es un buen muchacho-.  Aunque lo realmente interesante es que al menos ese Batman, en la ficción, decide asumir responsabilidades –de otro, claro-; cosa que los políticos actuales, en su mayoría, no conciben ni por casualidad.

Pero “Los intocables” era un mote que les habían asignado a Eliot Ness y a sus colaboradores, por la característica –poco usual en el ser humano, al parecer- de no aceptar sobornos, de no dejarse corromper.  Porque la corrupción parece ser una característica propia de nuestra especie… a lo largo de la historia de la humanidad, “el arte de lo posible” –una de las definiciones de política que habitualmente se suele dar- se ha transformado en “el arte de lo negociable”. 
Inocentemente, cuando empecé a estudiar y me enteré de cómo funcionaba el congreso en Argentina, pensé que estaba muy bien eso de debatir y convencer al otro de que mis ideas eran mejores o más útiles que las del otro.  Pero con los años me fui dando cuenta de que las argumentaciones y la persuasión estaban en segundo plano y que lo que estaba en juego eran las negociaciones: tal o cual grupo parlamentario apoya al otro pero si (y sólo si) este lo apoya en tal o cual gestión, por ejemplo.
Ahora bien, los sobornos existen pero son algo así como una divinidad religiosa: existe pero nadie lo ve.
Y cuando uno les pide que aclaren y den cuenta de lo que están haciendo aparece la famosa muletilla:  es una campaña en mi contra. Y si nos vamos al diccionario y buscamos “corromper” aparecen un par de acepciones que no están nada mal para reflexionar sobre estos temas.  Por ejemplo: “sobornar a alguien con dádivas o de otra manera”;  “alterar o echar a perder la forma de algo” -www.rae.es-.  Pero cuando intentamos obtener algo del otro o cuando queremos convencer a otro podemos seducirlo… o persuadirlo.  Podremos usar nuestros encantos personales o nuestras argumentaciones –que en principio deberían ser más sólidas que las del otro-.
Y cuando llegamos a un punto muerto en nuestra discusión porque el otro –o yo- no va a cambiar de posición… ahí negociamos.  Por lo cual podríamos pensar que las negociaciones forman parte de un debate en el cual quiero hacer valer mis ideas.  Pero cuando tomo conciencia de que la negociación está por encima de toda argumentación… me empiezo a preocupar.  Y no debería hacerlo ya que me eduqué en un sistema corrupto, sobornable.

Recuerdo que estando en primer año de la secundaria (tenía entonces unos 13 años), alguien tiró tizas y la preceptora nos regañó y amenazó a todos.  Como no aparecieron los culpables de semejante atentado nos obligaron a llevar una caja de tizas al día siguiente.  El que no llevaba la caja se haría acreedor de 15 amonestaciones –a las 25 te echaban del colegio-.  Me negué, entonces me enviaron a hablar con el jefe de preceptores quien, con una sonrisa y una cara ostensiblemente afeitada me dijo que si yo le decía quiénes habían sido los que habían arrojado las tizas quedaba liberado de llevar la caja de tizas.

Lamentablemente (o felizmente) fui acreedor de un parte de 15 amonestaciones… y para sorpresa mía, el motivo del parte era “arrojar tizas durante una clase”.  Cuando en realidad el verdadero motivo tendría que haber sido: no haber traído una caja de tizas o no haberse dejado sobornar.

Pero claro, en Argentina el soborno y la corrupción ya casi no asombran a nadie.  En algunas dependencias públicas he llegado a ver la cola de los “humildes mortales” y la cola de los “acomodados”.  Cuando ibas a ver una película taquillera con localidades numeradas tenías que tener una “atención” con el de la taquilla, porque las localidades estaban “agotadas”.
O como me habían explicado una vez: vas a comprar una entrada al cine, te dicen “me queda fila uno y dos”; entonces le preguntás: “y de las otras, ¿te queda alguna?”.  En los años ochenta, quise ir a ver a Susana Rinaldi en un teatro de la calle Corrientes; yo era (y lo sigo siendo) un gran admirador de la Tana y quería estar en las primeras filas.  Fui lo más temprano posible pero cuando llegué a la taquilla había localidades a partir de la fila 7.  Pregunté a qué hora se ponían en venta.  Al día siguiente llegué al teatro a las 9:45 –no había nadie y el teatro estaba cerrado-.  Cuando abrieron la taquilla, nuevamente las localidades de la fila 1 a las 6 estaban vendidas.  ¡Cosa de mandinga!

En esa época, tenía un amigo ginecólogo que me contó algo realmente escalofriante.  En Argentina el aborto está prohibido, pero se hace… hay ginecólogos que lo practican.  Y hay otros que no, por cuestiones éticas.  Pero los que se negaban a practicar un aborto, cobraban el 40 % de los honorarios que cobraba el que lo practicaba.

Entonces, me vengo a España y sueño con ver un país organizado, serio, en el cual la corrupción no existe (o existe apenas).  Consigo un trabajo en un hotel y ahí me entero de que los taxistas nos traían turistas que llegaban del aeropuerto y luego pasaban a cobrar su comisión –que el turista ignoraba por completo-.  Pero claro, esto es una tontería al ver en el diario que cuando se descubre un chanchullo en el PP, por ejemplo, en lugar de que el cuestionado renuncie como una medida “cautelar”; lo primero que hacen es buscar en qué poder pillar a la gente del PSOE… y seguramente negociarán: yo no te denuncio esto y tú no me denuncias aquello.
Entonces me pregunto cómo podríamos hacer para cambiar esto, cómo hacer para que la gente tenga sentido común y se maneje con parámetro éticos.  Sería muy complicado llegar a una situación ideal, a un orden democrático puro.  De todos modos, sabemos que no todo es corrupción y que hay gente honesta.  Quizás una buena forma de modificar estos hechos que se dan en la sociedad humana, sea empezar a adoptar actitudes honestas, no corruptas en las cosas pequeñas, cotidianas.  Por eso, cuando viajo en  metro y veo que otro a mi lado salta el molinete como pancho por su casa y yo pongo mi T10, me siento un poco Eliot Ness.

Alejandro Pignato